Contacto visual

    Sí hay algo que Marco no puede controlar en su persona es el acto de perder siempre en el duelo del contacto visual. Lo analiza en cada caminata que tiene que dar a lo largo de los días, siempre pensando y tratando de buscar la respuesta a una pregunta que plantea en el aire y, tristemente, observa como se desvanece con el viento, como muchas de las cosas más de las que ha huido a conciencia plena del miedo a vivir. 
    Marco se mueve entre la población citadina, siempre deprisa, tratando de asimilarse a sí mismo mezclándose entre el bullicio de las horas pico, aparentando ser una persona importante con una cita estricta a la que no puede faltar, alguna junta de trabajo o alguna chica que piensa en él: alguien que se despierta un poquito más temprano en las mañanas para arreglarse para su enamorado. Sus veintinueve años han pasado en un transcurrir de gente que no se molesta en observarlo mientras él, decadente y vulnerable al afecto mínimo de una mujer, es la prueba irrefutable que el poder femenino ejerce y que resplandece a los cuatro vientos de la ciudad y que, como desde la adolescencia, ha tratado de superar con cada chica que llega a acercársele. 
    ¿Algún día dejaré de ser tan cobarde? —se vuelve a preguntar al aire como si su reflejo se situara en algún espejo superior—.  Soy una víctima irremediable de ver a las mujeres andar, siendo el centro de atención en medio de toda esa mediocridad que nos ocupa, hermosos seres que caminan cargando esa inconsciencia concreta de saber qué es lo que están haciendo —piensa pesimista al encender un cigarrillo a las tres de la tarde con cuarenta y dos minutos. ¿Y qué están haciendo?, cómo saberlo si al momento de comenzar a indagar me pierdo en ese rubor delicado que las adorna mientras nos consume el tiempo, momento cumbre y clímax de la incomprensión masculina se dice  mientras paga los cuatro pesos del tabaco callejero.
    Marco alcanza a doblar la esquina entre un hombre que vende aceites milagrosos del sur del país y una señora apretada que mueve las nalgas con un placentero desdén, logrando sofocar al decadente hombre que se repite una y otra vez la penitencia que le dejó la muerte de su padre: un hombre que lo humilló tanto desde su niñez hasta los dieciséis años. Sigue el monólogo a la par de sus pasos en la acera, visualizando fugazmente la presencia de su padre en el interior de su mente, mientras vuelve a negar, pesimista y terco, su impotencia hacia las simples miradas de las damas que ceden el honor al espectador que es. 
    No puedo dejar de ser una presa de esas sonrisas dominantes, de esos delicados meneos de cabelleras brillantes, ataques ofensivos que me destruyen la poca estabilidad emocional que me forma —se dice mientras piensa en la mirada deplorable que su padre le embarra al escucharlo—, saben lo que hacen conmigo pero, ¿sabrán lo que hacen consigo? —reniega al ver dos mujeres acercarse a diez metros de él—, seguramente tendrán al menos una pizca de sabiduría compartida, sobre todo las hermanas, que en este caso son el producto de estos monólogos vespertinos llenos de palabras vacías de valor alguno.
    ¿Cómo continuar analizándolo? —se apresura a citar al tiempo en que su rostro se petrifica ante el asombro que se encamina hacia él—.Estoy perdido en la batalla de nuevo, como ahora, con ese par de diosas que se acercan y merecen mi humillación ante sus pies.
   

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¿Entonces?