Liverpool 83

    Al apagar el motor del pequeño coche deportivo, Marisa había dejado de escuchar el chillido extraño que Dany había notado minutos atrás al andar por Gonzalitos. Se habían detenido momentos antes para revisar torpemente el motivo de esta molestia, dejando de lado una charla llevadera en donde un sinnúmero de recuerdos alterados eran el manjar de mentiras y risas, que se anteponen siempre al disgusto de la otredad. Era jueves y las personas empezaban a preocuparse por gastar su dinero, hacer planes de fin de semana y hablar del frío que calaba hasta los huesos.
     Después de haber entrado al estacionamiento de uno de los centros comerciales más conocidos de la ciudad, habían optado por el silencio: un momento de pensamientos desplazados por el comienzo de un nuevo encuentro, uno que se planeó entre el roce de torsos y manos y algo de saliva que firmara el supuesto acuerdo de volverse a encontrar.  Se sabían más de lo que conocían al respecto el uno del otro: compartían un gusto exquisito por el suspenso de seguirse descubriendo, sin enterarse del relativo presente y el indiferente pasado. Eran encuentros breves después de la jornada los que los llevaban a deambular por ciertos puntos nada estratégicos, encontrando siempre personas conocidas en su camino que los descubrían entre cabellos revueltos y labial en la nariz, rímel en la boca y carraspeos que aclaraban sólo el bochorno de saberse así de observados, como dos bestias que se limitan al momento sin acordarse del nomadismo anhelado.
    Tras haber dejado el coche estacionado entre espacios vacíos y un rimbombante Peugeot, Dany había comenzado a preguntarse si esa noche sería la última vez que se fuera a encontrar con Marisa, mientras ella, siguiéndole el paso entre comentarios banales sobre el día anterior, se adentraba entre el brazo y el torso del chico, encajando su cuello entre el rostro y el hombro, en un momento en donde la puerta automática hacia su función y las suelas de los zapatos notaban la diferencia de la grava mojada y el azulejo de primera clase de los ochentas. Dentro del lugar se iban figurando como una más de las parejas que se sitúan entre el brillo de las luces y las risas decorativas, esperando el fulgor que recae entre la ropa cara y las miradas que se van quedando atrás, todo con elegancia y naturalidad acogedora que entre los dos iban improvisando.
    Dany se había encontrado de pronto entre un manjar de inconvenientes: la risa fuerte de Marisa seguía creciendo a través de la plática vacía: yendo y viniendo de entre las paredes y espejos como aviones kamikaze, ataques inofensivos que la chica exhalaba para adueñarse del momento, del lugar, de la situación de la que Dany poco creía controlar y, por qué no, de las mismas entrañas del chico, en una cita no-muy-casual, como todas las anteriores. Sabía que no era así, no podía serlo, no con las malas intenciones que se cargaba tras su mirada, no con los destellos que aparecían en los blancos dientes de Marisa bajo las luces de la tienda departamental y la reacción de sus manos posesivas, empujando las caderas de la chica de aquí para allá hasta perderse en una puesta en escena similar al Alka-Seltzer.
    Lo pensaba y se remitía a lo mismo. Sus manos se posaban sobre el cuerpo de la chica para arrastrarla a un camino sin rumbo, una travesía de tiempo indefinido en donde las frases educadas en el departamento de electrónica se enredaban con la malicia perversa del placer sobre Marisa, sobre Marisa y sobre el propio anonimato de encontrarse ahí: ausente y vacío a pesar de las compras innecesarias y los múltiples besos que terminarían sin sabor alguno. Un sacrificio que iba degustando más y más.

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¿Entonces?