Volver

    Había conducido alrededor de dos horas a través de la ciudad cuando se dio cuenta que no llegaría a ningún lado. Se trataba de uno más de sus impulsivos arranques de escape, huidas que se volvían el camino indefinido de querer salir de sí mismo y, como medida de corto alcance, tomar las llaves del auto siempre era la herramienta más cercana.
    Aquella tarde no hubo ninguna discusión, ni siquiera un enojo. El verdadero problema era su cabeza, lugar donde se encontraban todas sus desdichas y pesares, tormentos que cargaba a toda hora y de las que poco se podía alejar. Lo sabía, Lucio lo sabía, pero así mismo se encontraba como una más de las personas que viven sin saber vivir: ocupantes de la ciudad que respiran sin agradecer en lo más mínimo al respecto, entes que deambulan día a día entre el centenar de sonrisas hipócritas y las buenas noches, buenas tardes, buenos días.
    Se encontraba al poniente de Monterrey, rumbo que poco conocía y que por obvias razones se decidió a recorrer. Llevaba el tanque lleno, los tenis cómodos y el alma en rastra, sin esperanza de encontrar algo en dicho viaje. Poco o nada le importaba gastar el combustible, mientras observaba la aguja que indicaba una F y la comparaba con su autoestima, provocando una sonrisa que bien podría traducirse en la propia humillación que tanto gustaba de aplicar.
    La ciudad que antes había amado ahora la encontraba horrenda, una población más suburbana que la chingada que tanto le incomodaba habitar. Si bien antes había creído en ella ahora le preocupaba más agredirla, maldecirla en cada semáforo en rojo que lo detenía a ciertas distancias, todo en un trayecto indefinido que iba trazando concorde las señalizaciones se lo permitían.
    El clima no invitaba a seguir alargando el momento, pero Lucio se esmeraba en pisar el acelerador mientras más lejos se encontraba. Fácil había ignorado a cinco oficiales de tránsito que lo paraban por rebasar los límites de velocidad.  Violar las señales de zonas escolares pudo ser su más entrañable sonrisa y comenzaba a disfrutarlo, mientras miraba de reojo a cada niño que asustaba al hacer rugir el motor del vehículo en un ascendente desprecio.
    Eran cerca de las seis de la tarde cuando abordó Lincoln desde el Periférico, fue entonces cuando recordó que Nydia lo seguía buscando. Lucio intentaba adentrarse en los límites más alejados de su estancia para huir de ella, de las extrañas maneras que ella optaba por ejercer en él y cómo intentaba destruirlo, pese a sus constantes reclamos. Cada que lo recordaba encendía el autoestéreo como medida de respuesta, acto que después cancelaba tras darle la vuelta a las estaciones de radio que tanto dejaban desear.
    Lucio había pedido amablemente a Nydia un cierre de lazos. Anteriormente ella lo había hecho y él se negó. Entonces, ahora ella rompía con sus tristes postulados incongruentes que a él sólo lo llevaban a una enorme volubilidad, siendo que, a la larga, había aceptado la negación. Se preguntaba si se trataba de algún juego, una más de esas tontas estrategias que ella formulaba para tenerlo al tanto, para recuperarlo o simplemente para joderle la existencia. Sí chingarlo era su objetivo vaya que lo estaba logrando, pensaba Lucio, mientras cruzaba enfrente de una enorme plaza comercial que lo acercaba de nuevo a los territorios conurbanos de la ciudad, intentando no mirarlo demasiado para evitar terminar con un Jack Daniels y cajetillas de cigarros como de costumbre.
    Afortunadamente el tráfico fluía en contra de su dirección en aquella hora, lo cual le permitía seguir acelerando y pasando semáforos ámbar con júbilo de quinceañero. Volvía a encender el autoestéreo de nuevo, bajando la mirada mientras aseguraba cierta distancia sin estorbos vehiculares, semáforos o transeúntes suicidas, todo como un instinto del conductor que sabe lo que hace e ignora lo que viene, corriendo con más suerte de la que creería poseer.
    Al llegar a Rangel Frías dio vuelta hacia la derecha, aproximándose lentamente entre el tumulto de coches que fluían por aquel eje. Repentinamente había encontrado un programa de radio que le traía buenos recuerdos: tardes de Jazz en las que se sentaba a escribir decenas de artículos sin problema alguno, acompañado solamente de tabaco y, a veces, los ruidos que Daniela hacía al leer sus libros al fondo de la habitación.  
    Daniela, era la mujer que siempre estaba ahí cuando de desmadres se trataba. Una vez más Lucio se había dirigido a su hogar sin saberlo realmente, casi rodeando toda la periferia de la ciudad para desligarse del todo. No era la primera vez que lo hacía, ni sería la última pues en ella recaía la única estabilidad que él poseía. Al momento de dar vuelta en Rangel Frías esa había sido su meta, encontrarla ahí, tocar su puerta como de costumbre y verla salir con un movimiento delicado para después recibir el abrazo que siempre le rendía.
    Al doblar por Paseo de los Leones se preparó a sí mismo: acomodándose el cuello de la camisa y carraspeando repetidas veces para aclarar la garganta. Volvía de nuevo a los brazos de Daniela como quien vuelve a las bases de la vida, un crío que vuelve a los brazos de la madre para curar las penas que sólo ella puede consolar. Es un rito natural, uno que a veces todos tomamos en determinado momento y al cual, Lucio, recurría en ocasiones como niño que ha dejado de creer.


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¿Entonces?