Marcapiel

    Hoy comienzo aquí, en el más inesperado de todos mis suspiros hacia tu persona, con una espalda curtida que ruega y reza por elementales condolencias y un optimismo pasivo de regresar a la andadas. «¿Qué tanto más necesito explicarme para entender que nada tiene un verdadero significado?», me pregunto mientras atravieso ese mar de pieles morenas en donde la venta de artículos profanos prescribe el alimento de la vida. Lo pienso y lo insisto y vuelvo a lo mismo, y en cada ráfaga de viento que latiguea mi cabello encuentro una mínima pizca de sabor a existencia, a saliva salada que se escurre por los labios equivocados del dejarse probar, de la precoz insolencia senil autodefinida.
    He caído de nuevo sin meter las manos, dejando que el suelo me abrace y me engendre, sin esperar un salvador o un consuelo mundano. Caigo y persisto, como la mala hierba que se aferra a la grava en el sucio downtown donde soñamos, lugar del vicio y la demora continua, haciéndome el suceso de dos minutos de arrogancia matutina, a la par de cientos de zapatos pasando alrededor: el baile prohibido. «¿Y qué puede ser de mi sino la indiferencia?», me río y me arribo a volver a caminar ante ella: gloriosa reina de ratas y cerdos, madre del mañana: felicidad artificial. 
    Sinceramente, te veo más allá de todo ese repulsivo mar de mierda y drogas farmacéuticas, más allá de mi vulnerable y joven recuerdo, lejísimos de los momentos y las suaves despedidas. Es un punto de vista que me agobia y me brota a la par del entorno en donde voy caminando: pasando gentes que se mueven sin apuro de morir y con tan poca idea de ello, sintiéndome finamente adecuado para maldecirte en un-dos-por-tres que me llega a consecuencia de tus tristes lamentos. Y todo sigue sin sentido y sin un verdadero significado, porque la indiferencia me ocupa y me entrevé como uno más de sus hijos, como el tímido mar en donde nunca llegaremos a nadar. 
    Sigo sin confiar, sigo sin entender ese siguiente nivel de responsabilidad de adulto en occidente. Miro el horizonte entre dientes que no embonan a plenitud y una rutina autómata predestinada: un simple estribillo de dolencias y bienestar social. Y comienzo, porque sigue siendo lo más difícil, como un tormento fiel a la delicada duda si quedarme o irme, la desconfianza de no saber y ser terco al respecto: caminando ya la última parte de ese paraje de utensilios chinos que engalanan nuestro asqueroso panorama.
    Voy empezando y sé que no entenderás porque nunca lo has hecho.  «¿Qué tanto más necesito explicarme para entender que nada tiene un verdadero significado?». Nada, solamente un par de cómodas botas que me ayuden a dirigirme a un algo más que todo esto, un digno corte de escena, un verdadero punto final. 
    

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¿Entonces?