Hubo un martes en el que no quise hacer nada más que mandarte a la verga. No
tuve que pensarlo dos veces y decidí ir por una cerveza para pasar ese amargo
sabor a hiel que me dejaban tus pendejadas, unos cigarrillos que me ayudaran a
exhumar el olor de tu perfume y algunas viejas canciones que me animaran a
maldecirte: un auto exorcismo justo y necesario.
Eran las tres de la tarde pasaditas cuando llegué al bar (uno que no conocías,
donde podría estar fuera de ti sin recuerdos vagos que me asaltaran). El lugar
estaba casi vacío: sólo una mesa se encontraba ocupada por cinco personas y en
la barra se encontraba la encargada, quien me miraba fijamente invitándome a
ordenar algo. Al dirigirme hacia la barra del bar (llamado "Reforma")
presenciaba —por cada bocina del local, separadas dos metros entre ellas— la
voz del cantante, aquel que ahora duerme y que había visto a los ojos en una
ocasión, mientras cantaba a su ritmo la misma canción que ahora sonaba, como
una especie de presagio que él creía y del cual, yo me sentía parte. La
bartender me recibía con una sonrisa amable mientras me sentaba a la barra y
ordenaba una cerveza para la mesa tres. Tras haber hecho eso me alojé en la
mesa y bebí mi cerveza casi de un jalón (como los campeones, decía mi primo,
como los pendejos decía mi abuelo).
Quiero decir que hasta ahí todo iba bien, tranquilo y conforme a lo que había
pensado, hasta que saqué mi cajetilla de cigarros y una chica entró al lugar
casi de golpe. La vi de reojo mientras encendía mi cigarro y ella pasaba a mi
lado, pero acto seguido, se regresó. Se dejó caer en mi mesa, frente a mí y
empezó a decir un montón de cosas que no le entendí del todo. Hablaba y hablaba
mientras buscaba algo dentro de su mochila. Yo por mi parte me limitaba a fumar
y verla ahí, como si fuera a reclamarme una fuerte suma de dinero o apuntarme
en la cabeza con una pistola. No pasó nada de eso. Sacó una cajetilla de
cigarros que eran diferentes a los míos y me sonrió mientras se colocaba uno
entre sus rojos labios.
—Hola —dijo mirándome a los ojos. Necesito, en verdad necesito que me prestes
tu encendedor, creo que vine aquí sólo para fumar un puto cigarro.
—Con gusto.
Acerqué decididamente el brazo y encendí su cigarrillo. Fumaba con pasión, creo
que fue lo primero que pensé. Inhalaba suavemente y después dejaba caer su
cabeza hacia atrás, dejando que la bocanada saliera casi tan junta como se
podía.
—Es lo mejor —decía mientras iba exhalando lo último.
Después alzó la mano y ordenó una cerveza igual a la mía. Parecía contenta,
como si se hubiera encontrado con alguien del pasado que extrañaba o tal vez
eso fue lo que le quise culpar, pensando que se equivocaba de persona al
haberse sentado conmigo en ese lugar en donde nadie me conocía. Pero luego de
unos instantes, comencé a darme cuenta de que era muy guapa. Tenía la piel
morena y un cabello negro y liso, el cual adornaba con un lazo sencillo. Debí
de haber sonreído mientras la miraba, dado que comenzaba a verme con
curiosidad.
La dueña del lugar regresaba con la cerveza de la chica y después ésta
me preguntó:
—¿Por qué los chicos como tú siempre terminan en lugares como estos?
—dijo después de darle el primer sorbo.
Ordené con una seña otra cerveza y luego regresé a sus ojos.
—Producto de la naturaleza, yo creo.
—Mi naturaleza justo ahora me ordena lamerte la cara, güero —dijo
mientras me arrebataba el cigarro de la boca y lo probaba con rapidez.
Confieso que comenzaba a desearla. Empezaba a gustarme la forma en la
que actuaba en ese lugar enfrente de un extraño, con decisión de querer estar a
mi lado sin que nada importara. Carajo, deseaba su piel morena y esos senos que
se dejaban entrever bajo su suéter verde.
—Nuestra naturaleza nos domina con facilidad. Yo, por ejemplo, estoy
perdiendo la batalla con mi naturaleza justo ahora.
—¿Sí? —preguntó con los ojos bien abiertos. ¿En qué forma?
—Pues mira, ahora, como estoy perdiendo, mi naturaleza me ordena
encender otro cigarrillo, terminar esta cerveza y posar mi mano en una de tus
piernas.
—Vaya, supongo que eres fuerte —dijo la extraña chica, entre cerrando un
poco los ojos y ensalivando sus labios. Yo si soy débil, a mí me ordenó que
cogiera contigo.
Acepté que ella era más débil y después de eso nos fuimos del lugar.
Ahora me doy cuenta que en esas circunstancias era mejor perder, perder y
seguir, lo cual me remite a una frase que dijo, ya caída la noche: «En la
guerra es más importante saber ser un buen perdedor, más importante que la paz
y el amor».