Donceles con amor y absurdidad

    No hay nada más horrible que comparar besos de diferentes chicas. Muchas veces me he encontrado en la penosa necesidad de tener que comparar a las personas, todo con propósito meramente estratégico, un acto digno de fantoches e insensibles gentes del que me puedo afirmar como miembro, y, por qué no, amateur tirándole a ridículo profesional.
    Aquella tarde me encontraba en el húmedo Distrito Federal, y cuando digo húmedo me refiero a la inestabilidad climática, a mis manos sudorosas y a la chica que tenía enfrente en dicha ciudad. Era lesbiana, lo supe en el momento que se acercó a mi para ofrecerme algo de la barra de ese bar, un bar al que había llegado por recomendación y que me había emprendido a visitar, siempre con la intención de agradecer o maldecir al responsable. El lugar era pequeño pero agradable, bastante tranquilo para un martes, bastante desolado para ser el DF. La chica se había vuelto hacia mi desde el momento en que entramos al lugar, me acompañaba un amigo y a la chica no le importó poder coquetear. Era lesbiana y ya lo mencioné, me lo decía toda ella, toda su pinta de niña bonita y traviesa, toda la saliva que compartía con otra mujer cuando entré al bar, toda esa ola de pequeñas circunstancias que a nadie le importan y que a mi me gusta recordar. 
    So, me trae las dos cervezas y me agarra las bolas. Necesitaba algo tan romántico como eso para poder decir que fue un bonito día, para poder presumir que fui al pinche DF, otra vez, siendo ahora una buena manera de comenzar a ver a la ciudad, después de lo anterior, después de ya-sabes-qué-pinche-desmadre. Podríamos haber seguido ahí sin decir nada, brindar por una muestra moderna de cariño y seguir yendo al tocador a través de esa diminuta puerta tan ahuyenta regios, pero la hice volver con una ronda más. 
    Iban siete rondas y sus besos ya eran el análisis de mi martes. Al principio uno saborea la saliva como algo nuevo, tratando de asimilar la sorpresa del acto, lo que no se sabe, el gusto de encontrar siempre una diferencia mínima a pesar del alcohol. Después me refugié en la desmoralización de siempre: la comparación. Al principio era como volver a besar a Marlén, pero sin su enorme lengua, luego recordé el amargo y ácido sabor que me brindaban los besos de Cecilia, siempre con un toque agridulce de gomitas de supermercado y, como toque carismático, los smacks de Lizeth, quien se había empeñado a adornar cada beso francés con choques tronados para disimular sus labios delgados. Es un tanto desequilibrado como inquietante, así como es este dolor de hombros que me ocupa esta noche de mayo, pero el hecho de relatar un beso no se trata de la lesbiana ni de Marlén, ni de nadie, ni de mi. 
    Todo esto sucede cuando digo lo que no pasa, mis malas formas de ligar, mi acento norestense, mi ansiosa necesidad de tocar senos pequeños, mi terrible idea de querer aferrarme a un lugar que no pertenezco. Al final, ni supe su nombre ni su horario de trabajo, ni sus nalgas, ni su facebook, sólo supe que besaba un 45% Marlén, un 35% Cecilia, un abrumador 15% como Lizeth y un 5% como pinche lesbiana: manoseando demasiado mi pecho como queriendo sentir algo más.

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¿Entonces?