Son pocos los lugares en donde la comida en grandes es cantidades es más o menos buena. En Ensalada de locos lo puedes encontrar. En ensalada de locos uno va y come y engorda si quiere, sin la culpa de saberse obeso y gordo, sin la culpa de que la boca se te llene de grasa cual germano visigodo.
En ensalada de locos comimos una vez. Pedimos casi lo mismo, ni al derecho ni al revés: fue una sopa de tortilla y algo más que no recuerdo: un panini o una tonta ensalada con nombre portugués. Eramos los más jóvenes, sin duda, los más solteros, los más incrédulos de todo tipo de burla. Sabíamos que el momento era inoportuno, como también sabíamos que contábamos con un contrarreloj diurno: un nefasto lapso de viajes a través de la ciudad para terminar siendo uno más de tus momentos, un capricho existencial en el que me encontraba bailando vulgarmente entre paredes de cemento.
En ensalada de locos quise besarte la cara con un adiós-antes-de-pagar-la-cuenta. Lo quise y lo deseé más que nada y lo lograba hasta que me di la vuelta. Te observaba y tu suave rostro irradiaba alegría de estar, de saberse así, de encontrarme y observarme; alegría jovial ante la ingenuidad del desgarrador mañana: un mañana en el que me arrepentiría de no largarme y de haber comido como cerdo hasta atragantarme.
A tu lado, en Ensalada de locos.