Recuerdo haber creído que el clima para
aquel viernes pudo ser mejor que la temperatura que acá teníamos pero no era
mucha la diferencia. Era una de las primeras impresiones que venían a mi mente
al abandonar el subsuelo y presentarme, nuevamente, frente a la ya recurrente
imagen de la iglesia de Salto del Agua. Ahora, tumbado boca arriba en la
neutralidad de mi cama, aseguro que fue algo lógico y divertido, dada la
diferencia de temperaturas en mis anteriores andanzas y la tenue visualización
de un «entonces» frío
y voluntario. He vuelto y logro verlo todo de la mejor forma posible: un
reencuentro todavía pulcro en el que
se arrastraba un historial voluble de memorias y experiencias; ingenuidad que
llevaba apretando dentro del puño izquierdo a las ocho de la mañana. Habría de
ser pendejo para querer pisar siempre el mismo hotelucho de siempre, y
precisamente por eso sugerí hospedarnos de nuevo allí. El acuerdo fue más
sencillo que la idea y era tarde ya en el momento para acceder a algún cambio
inesperado.
De pronto, la estancia y el escape: la
salida hacia el peregrinar indeciso en medio de almas que van y vienen y que
poco me interesaba presenciar, un panorama que lograba abarcarnos bajo cientos
de miradas a reacción y una brusquedad que oscilaba entre palabras vagas de
comunicación exacta y la vuelta al mundo en treinta y cinco segundos. «¿A
dónde vamos?», escuchaba y renegaba y volvía a la secuencia de
mezclarme con lo mezclado y perdía la iniciativa de llegar hacia un punto en
cuestión. Si no mal recuerdo, durante el café de esa misma mañana aquella
similitud de palabras en la conversación de lo siguiente, fácil se mencionaron
más de dos nombres y las preguntas recurrentes se situaron a merced, todo
mientras me iba perdiendo en la escena de dejar la propina y abandonarme sin
intención en la inseguridad y bullicio del Eje Central a tempranas horas de la
mañana.
Sus brazos me llevaban por encima de otros
cuerpos que me chocaban sin malicia y sus disculpas grises y vagas se iban
quedando detrás. No lograba comprender el proceso aquel de desplazarme sin
destino hacia una avenida más abierta, una vereda sin mi presencia completa en
donde pudiese renovarme al fin, exiliarme de ese trance en el que renuncié a la
lucidez de saber qué era lo que esperaba. Y la conciencia volvía, o más bien,
el ruido citadino de gritos callejeros, coches yendo hacia la nada y esa nausea
que se genera por el olor de tanta gente me devolvía hacia más mierda, una
mierda más llevadera. Me regeneraba a reacción entre lapsos y ellos no hacían
más que apuñalar para hacerme saber que nunca hubo nada en concreto. El
exorcismo había finalizado y mi espalda se apoyaba ya sobre la avenida Juárez
mientras mis acompañantes me alcanzaban por entre la muchedumbre: un símbolo de
dudoso éxito en el que lograba ver sus caras de nuevo, sonriéndome bajo la luz
cegadora del medio día y el ataque de risas que vendría después de recordar sus
nombres. Y el de todas ellas.