Hace un año y medio que vivo en esta casa.
Recuerdo que comenzamos a darle vueltas cinco o seis meses antes de cambiarnos. Primero empezamos a venir para ver el deplorable estado en el que estaba, comenzando a hacer chequeos de qué era lo que urgía hacer para agendarlo al verano y luego posponer lo que podríamos ir haciendo poco a poco. Después de decidir que viviríamos aquí siguió la lista de aparatos electrónicos que teníamos que comprar, junto con los objetos que era necesario ir adquiriendo si queríamos que esto pareciera una casa, dígase una cama y un colchón, lavadora, secadora, refrigerador, una sala, un conjunto de recámara y el boiler. Mamá había dejado por aquí un comedor y una estufa que tenían muy poco uso y las cuales usaríamos mientras comprábamos los nuevos, anteponiendo el montón de cosas que aún faltaba por tener.
Tras ir juntando estas cosas y poner al día los pagos de los servicios, llegó el día en que trajimos al albañil para que remendara los espacios carcomidos por el encierro y la humedad. Esto me permitió seguir a su vez con los preparativos de la casa: los cambios de mangueras y conexiones de agua y drenaje, la instalación de la lavandería, la desinstalación puertas de vidrio y las cortinas de aluminio que se tenían en la vieja tienda, además de la venta de estos materiales junto con utensilios que se tenían para los abarrotes. Ya con eso siguió la instalación de los barandales y de la cocineta y parecía que teníamos ya-no-tan-madreado el espacio donde viviríamos.
Teniendo esto, recuerdo que comenzaron las compras de las pinturas además de muebles varios para ir adecuando la casa. Estas cosas las fuimos trayendo poco a poco y la pintura de los espacios la fuimos haciendo en fines de semana. Compramos e instalamos cortinas para la sala y el comedor, nos trajimos mis televisiones y un montón de chunches, además de mis consolas de videojuegos, mis computadoras y un viejo ropero que nos ayudaría a guardar nuestra ropa hasta que pudiéramos costear un closet. Ya en octubre sólo faltaba instalar el boiler de paso, habíamos llenado de trastes y platos con cosas que T fue comprando durante todo este tiempo y prácticamente podíamos recostarnos en nuestra sala a ver televisión en el momento en el que lo quisiéramos, siempre y cuando hubiésemos trabajado en algo que faltara de hacer. Y así pasó desde aquel viernes en el que nos mudamos. Casi olvido mencionar que nuestros padres vinieron a comer carne asada cuando recién nos cambiamos porque obvio me traje un asador.
De octubre a diciembre fuimos comprando muebles de ármelo-usted-mismo para el microondas y para la televisión de la recámara, cosas que armé yo mientras T iba a trabajar de noche. Con el pasar de los días la tarea principal era adaptarnos a los trayectos de la casa al trabajo y viceversa y, así mismo, cumplir este propósito de vivir en pareja y no morir en el intento. Por otro lado, los vecinos no han sido problema hasta el día de hoy ya que algunos me conocían desde que atendíamos la tienda.
Ya en diciembre pusimos nuestro pino navideño y las respectivas luces fuera de la casa tras estar juntos dos meses. Todo parecía estar bien, la construcción del hogar propiamente se sentía al entrar a la casa, floreciendo ese calor que abraza en tiempos de lluvia o ese fresco bienestar que te da un respiro del fuerte calor que azota esta ciudad la mayoría del tiempo.
El año siguiente se fue rápido entre comillas. Nos acoplamos a vivir juntos, a convivir tiempo completo y a repartirnos las tareas del hogar. Compramos más muebles y nos permitimos seguir viajando. Adoptamos una perra que después tuvimos que regalar porque nos destruía todas las cosas la pobrecita. Asumí el cargo de IT en mi trabajo y me fui adecuando a dichas responsabilidades junto con la estabilidad de era necesaria en casa. En esta casa que ahora puedo alardear es nuestro hogar.
Después de un año y medio de vivir aquí nos toca refugiarnos de la pandemia, lo cual me lleva a escribir todo lo anterior. Más allá de la alarma de salubridad mundial que todo esto representa, me gusta estar aquí. Lo pienso ahora, justo en el momento en el que he despertado anonadado de la situación en un día sin nombre y sin número, encontrándome desconcertado de saber qué es lo que sigue e, incluso, preguntándome aún qué fue lo que pasó el día de ayer. La estancia en casa parece tener un cierto tipo de atemporalidad y, el estar aquí, encubriéndome de toda esa interacción social me lleva a sentir y pensar que no quisiera salir de aquí en lo absoluto.