Al apagar el motor del pequeño coche
deportivo, Marisa había dejado de escuchar el chillido extraño que Dany había
notado minutos atrás al andar por Gonzalitos. Se habían detenido momentos antes
para revisar torpemente el motivo de esta molestia, dejando de lado una charla
llevadera en donde un sinnúmero de recuerdos alterados eran el manjar de
mentiras y risas, que se anteponen siempre al disgusto de la otredad. Era
jueves y las personas empezaban a preocuparse por gastar su dinero, hacer
planes de fin de semana y hablar del frío que calaba hasta los huesos.
Después de haber entrado al estacionamiento
de uno de los centros comerciales más conocidos de la ciudad, habían optado por
el silencio: un momento de pensamientos desplazados por el comienzo de un nuevo
encuentro, uno que se planeó entre el roce de torsos y manos y algo de saliva
que firmara el supuesto acuerdo de volverse a encontrar. Se sabían más de lo que conocían al respecto
el uno del otro: compartían un gusto exquisito por el suspenso de seguirse
descubriendo, sin enterarse del relativo presente y el indiferente pasado. Eran
encuentros breves después de la jornada los que los llevaban a deambular por
ciertos puntos nada estratégicos, encontrando siempre personas conocidas en su
camino que los descubrían entre cabellos revueltos y labial en la nariz, rímel
en la boca y carraspeos que aclaraban sólo el bochorno de saberse así de
observados, como dos bestias que se limitan al momento sin acordarse del
nomadismo anhelado.
Tras haber dejado el coche estacionado
entre espacios vacíos y un rimbombante Peugeot, Dany había comenzado a
preguntarse si esa noche sería la última vez que se fuera a encontrar con
Marisa, mientras ella, siguiéndole el paso entre comentarios banales sobre el
día anterior, se adentraba entre el brazo y el torso del chico, encajando su
cuello entre el rostro y el hombro, en un momento en donde la puerta automática
hacia su función y las suelas de los zapatos notaban la diferencia de la grava
mojada y el azulejo de primera clase de los ochentas. Dentro del lugar se iban
figurando como una más de las parejas que se sitúan entre el brillo de las
luces y las risas decorativas, esperando el fulgor que recae entre la ropa cara
y las miradas que se van quedando atrás, todo con elegancia y naturalidad
acogedora que entre los dos iban improvisando.
Dany se había encontrado de pronto entre un
manjar de inconvenientes: la risa fuerte de Marisa seguía creciendo a través de
la plática vacía: yendo y viniendo de entre las paredes y espejos como aviones
kamikaze, ataques inofensivos que la chica exhalaba para adueñarse del momento,
del lugar, de la situación de la que Dany poco creía controlar y, por qué no,
de las mismas entrañas del chico, en una cita no-muy-casual, como todas las
anteriores. Sabía que no era así, no podía serlo, no con las malas intenciones
que se cargaba tras su mirada, no con los destellos que aparecían en los
blancos dientes de Marisa bajo las luces de la tienda departamental y la
reacción de sus manos posesivas, empujando las caderas de la chica de aquí para
allá hasta perderse en una puesta en escena similar al Alka-Seltzer.
Lo pensaba y se remitía a lo mismo. Sus
manos se posaban sobre el cuerpo de la chica para arrastrarla a un camino sin
rumbo, una travesía de tiempo indefinido en donde las frases educadas en el
departamento de electrónica se enredaban con la malicia perversa del placer
sobre Marisa, sobre Marisa y sobre el propio anonimato de encontrarse ahí:
ausente y vacío a pesar de las compras innecesarias y los múltiples besos que
terminarían sin sabor alguno. Un sacrificio que iba degustando más y más.