Subía su dedo muy lento.
Sin apuro alguno que hiciera quejarme,
encontraba la forma de jugar con su índice trazando rutas a lo largo de mi
cuerpo. Sin embargo, había algo extraño en todo eso. Todo comenzaba desde el
panorama extraordinario distinto a mi rutina. Nada encajaba con la última
escena después de salir del trabajo: aún resplandecía el sol sobre nosotros y el
tráfico era más pesado de lo normal. En cuanto a ella, nada tenía que hacer
junto a mí en ese preciso instante y todo alrededor parecía cuidadosamente
planeado.
Observaba detrás de mí parabrisas el montón
de coches varados en el tráfico y las motocicletas pasando entre carriles, yacíamos
justo ahí, tranquilos base el tumulto suburbano atemporal y el sol de canícula.
Ella se aferraba a pasear su dedo sobre mi brazo, sobre mi pierna y por el
cabello que me caía por la frente. La luz en su rostro me recordaba la
anormalidad del conjunto, todo esto mientras lograba avanzar entre un carril
que se abría para nosotros. La pista era sólo nuestra y la respiración de mi
acompañante me descubría como voraz conductor ante el suceso.
Pasábamos los carros a una velocidad
tremenda y sigilosa, contrastando el ambiente que teníamos dentro de la cabina:
un juego de miradas que se iban y volvían sólo con el pretexto de hacer algo
más allá de conducir sin rumbo. Tendría que tratarse de un sueño, uno donde te
encuentras de repente sobre la nada y esta nada te regresa al trayecto real de
golpe, apretando el volante y desconociendo el camino que en verdad se había
tomado.