Por alguna extraña razón nada de
lo que le mencionaba le provocaba sorpresa. Cada una de las sentencias que
golpeaban su lóbulo frontal parecían el ensayo de una obra, su conciencia
estaba predispuesta a que no sería la primera vez que escuchaba dichas palabras.
Dentro del silencio que lo venía
caracterizando las últimas dos semanas se escondía una tormenta; el torrente de
decisiones mantenía el flujo constante, pero a todo esto: ¿Quién está preparado
para definir la vida o muerte de una persona?
Afuera, todo en calma con el
calor tostando las hojas en pavimento, el silencio sobre pintando los ruidos de
los vehículos y dejando un resultado que camuflajeaba perfectamente la
situación.
Recordó cuándo fue la última vez
que paso por una situación similar ¿la secundaria? (Claro, porque a esa edad la
irresponsabilidad no es del todo mal vista) pero ahora todo era un poco
distinto, y eran estas pequeñas modificaciones lo que más le perturbaban, pues
a los 29 algo como esto no está del todo mal visto, de pronto la invadieron una
serie de imágenes: los viajes de mochilazo, los bares peligrosos en cada
ciudad, las peleas en los hostales y cada una de las chicas con las que no tuvo
este dilema.
Sin darse cuenta cómo, se vio en
medio de la oficina, era el siguiente y la ventanilla lo aguardaba, la carta se
encontraba algo arrugada, pero cumplía con el protocolo de timbrado, los 16
pesos del peaje, las letras cargadas de su alma, de su preocupación, de cada
sentencia que no podría tener la certeza de repetir en persona.
Al salir sintió un poco de
confusión, pero enseguida se repuso repitiendo que hacia lo correcto. Su
designio no podía continuar mientras esos lazos siguieran creciendo y ahora ese
lazo estaba podrido, su único dilema pendiente era regresar por su equipaje, salir
de nuevo y perderse entre la multitud aledaña, con la esperanza de que todo era
mejor así.